sábado, 11 de junio de 2011

LA PROMESA


La historia de la salvación, partiendo de una promesa divina (Gn 3, 15), encuentra su verdadero o realización para nosotros en las celebraciones litúrgicas. Por ello, también la promesa encuentra en nuestras celebraciones litúrgicas su mejor lugar espiritual para realizarse.

¿Qué sentido tiene una promesa en nuestras relaciones humanas? La promesa es una afirmación de algo que vamos a hacer en favor o en contra de alguien. Y esa promesa puede ir acompaña de un juramento o de una alianza. En el tema anterior tratamos el tema de la alianza como el compromiso de Dios a cumplir sus promesas de salvación hacia su pueblo y hacia la humanidad.

Precisamente, la primera promesa de Dios –de enviarnos a Jesucristo como salvador- no tiene otra garantía que la veracidad y la fidelidad de Dios. Así vemos que también Jesús nos hace promesas, que no las avala con juramentos o alianzas sino con su palabra.

La vida de Abraham, padre de los creyentes, parte de una promesa doble: una descendencia y una tierra; la vocación de Moisés tiene como razón la promesa de liberar a su pueblo de la esclavitud; y la fuerza espiritual de los profetas es recordar al pueblo las promesas  a sus patriarcas y llamarlos a conversión para ser dignos de ellas.

La nueva etapa de la historia de salvación, que tendrá como fruto el nacimiento del Mesías prometido, parte de una promesa, la promesa hecho por el  ángel a María de parte de Dios: “Concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1, 31). Y tanto el cántico de María como el de  Zacarías recuerdan que Dios “ha cumplido las promesas hechas a sus antepasados por medio de sus santos profetas  (Lc 1, 55.70).

Así entramos en esta nueva etapa, centrada en Jesús, la promesa hecha vida, que inicia su ministerio, no sólo “anunciando la buena nueva a los pobres” sino  proclamando  también que la promesa que Dios había hecho por el profeta Isaías se estaba cumpliendo en él (Lc 4, 17-18). Y el sermón de la montaña es una clara y repetitiva promesa de felicidad para todos sus discípulos centrada claro está en el Reino de los cielos, imagen que resume todo lo que Dios quiere y tiene para nosotros, y que se promete antes que a nadie  a los “pobres de espíritu” (Mt 5, 2-12).

Para nosotros, como decía al inicio de esta reflexión, las promesas de Dios, que son la buena nueva de salvación, realizada en Cristo, encuentran su mejor ocasión y realización espiritual a través de los sacramentos. Por ello, la Iglesia ha insistido en su última reforma de los mismos en que todos tengan su liturgia de la Palabra. Ella nos anuncia y prepara para recibir las promesas de salvación, que Cristo ha encarnado en ellos. Así en el bautismo se realiza la promesa de la innumerable descendencia hecha a Abraham y la promesa de entrar en el Reino al nacer de nuevo por medio del agua y del Espíritu (Jn 3, 5); en la confirmación se capacita al discípulo la promesa de “ser testigos” de Jesús (He 1,8) así como la promesa hecha al pueblo de Israel de darles su Espíritu para vivir según sus preceptos (Ez 36, 27); en la Eucaristía se hace realidad la promesa de la vida, esa vida que llena plenamente el corazón del hombre (Jn 6, 51-56), y su sangre se derrama por la salvación de “muchos” (Lc 22, 20).

La promesa,  como valor fundamental de la espiritualidad bíblica, tanto  del pueblo de Israel como  del nuevo pueblo de la Iglesia, nos sugiere que Dios se complace en garantizarnos y comunicarnos gratuitamente su vida, como lo ha significado al crearnos a “su imagen y semejanza” y al darnos a su Hijo “para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 16-17).
Hno. Jesús Ma. Bezunartea






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