ESPIRITUALIDAD BÍBLICA – 2
Después de explicar en el tema primero el sentido y relación que tiene con nosotros en la Iglesia la historia de salvación realizada por Dios a favor de su pueblo en el Antiguo Testamento, vamos a tratar en temas sucesivos los valores principales de la espiritualidad bíblica, tratando de proyectar o incluir su relación con la espiritualidad cristiana en el Nuevo Testamento.
ALIANZA
Las alianzas o pactos, que Dios realiza con el pueblo elegido o con personajes importantes del mismo, son una constante en su historia, como la afirmación y empeño de Dios por llevar adelante la historia de salvación, que se inicia con la creación.
Desde que el hombre se rebela contra su condición de creatura y acepta la propuesta seductora de “ser como Dios” (Gn 3, 5), escuchamos la primera promesa con la que Dios se compromete a favor del ser humano, compromiso unilateral de redención o liberación de esa condición de engaño y desgracia en que se ha dejado sumir ingenuamente: “Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: Pondré enemistad en ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya: ella te herirá en la cabeza pero tú sólo herirás su talón” (Id. 3, 14-15).
La maldad de la raza humana sigue adelante hasta el punto de colmar la paciencia divina, que lo expresa el mismo libro en las siguientes palabras: “Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió de haberlo puesto sobre la tierra. Y, profundamente afligido, dijo: Borraré de la superficie de la tierra a los hombres que he creado: a los hombres, a los animales, reptiles y aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos creado. Peor Noé obtuvo el favor del Señor” (Id 6, 5-8). Y se cuenta a continuación el caos del diluvio y cómo Dios preservó la raza humana por medio de Noé. Cuando todo terminó y “Noé salió del arca con sus hijos, su mujer y sus nueras, levantó un altar al Señor y, tomando animales puros y aves puras de todas las especies, ofreció holocaustos sobre él. El Señor aspiró el suave olor y se dijo: “No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque desde su juventud la inclinación del corazón humano es perversa; jamás volveré a castigar a los seres vivientes como lo he hecho” (Id 8, 18-21). Y sigue el autor sagrado describiendo cómo Dios rehace sus promesas de prosperidad para el ser humano y les encarga “crecer y multiplicarse, llenar y dominar la tierra” (Id 9, 1-7) como lo había dicho a Adán y Eva, y a continuación se cuenta sobre la alianza con la que Dios se compromete: “Siguió hablando Dios a Noé y a sus hijos: Voy a establecer mi alianza con ustedes, con sus descendientes y con todos los seres vivos que los han acompañado…Ésta es mi alianza con ustedes: ningún ser vivo volverá a ser exterminado por las aguas del diluvio, ni tendrá lugar otro diluvio que destruya la tierra. Y continuó Dios: ésta es la señal de la alianza, que establezco para siempre con ustedes y con todos los seres vivos, que los han acompañado: pondré mi arco en las nubes; esa será la señal de mi alianza con la tierra” (Id 9, 8-17).
La siguiente alianza que Dios va a hacer es con Abrán. El famoso personaje, con quien Dios va a iniciar la historia del pueblo elegido, ha recibido las promesas de Dios de darle una tierra próspera y una descendencia numerosa, pero el tiempo va pasando y Abrán comienza a impacientarse por lo cual Dios le pide unos animales, que se van a sacrificar según las costumbres de aquella tierra. Dios pasa por en medio de las víctimas en forma de “fuego humeante y antorcha encendida” y consumió los animales, y “aquel día hizo el Señor una alianza con Abrán” (Gn 15, 1-18). La alianza de compromiso divino con Abrán se ratificará más adelante con el signo físico de la circuncisión, tal como se dice más adelante: “Esta es la alianza que hago contigo: tú llegarás a ser padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás ya Abrán sino que tu nombre será Abraham, porque yo te hago padre de una muchedumbre de pueblos. Y el Señor añadió: Guardarás mi alianza tú y tus descendientes de generación en generación. Esta es mi alianza que establezco con ustedes y con sus descendientes y que deben observar: circunciden a todos los varones. A tu mujer Saray ya no la llamaras Saray sino Sara” (Gn 17, 4-15).
Damos un salto de siglos hasta que aparezca de nuevo el concepto de la Alianza en la relación de Dios con su pueblo escogido, que ha vivido varios cientos de años en la esclavitud de Egipto. Una vez que son liberados y cuando ya se acercan al monte Sinaí, Moisés subió al encuentro de Dios y el Señor le dijo: “Ya han visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a ustedes los he llevado sobre alas de águila y los he traído hacia mí. Ahora bien, si me obedecen fielmente y guardan mi alianza, ustedes serán el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos, serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa. Cuando Moisés llamó a los ancianos y les comunicó lo que el Señor le había ordenado,
todo el pueblo respondió unánimemente: Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho”(Ex 19, 4-8). En el siguiente capítulo Dios le da el Decálogo, expresión de la voluntad de Dios y del compromiso del pueblo (Id 20, 1-17).
Y la historia del pueblo escogido tendrá como punto de referencia de su orgullo nacional las alianzas que Dios hizo con sus padres, pero ese mismo recuerdo de la alianza será el reclamo constante de los profetas llamándonos a la fidelidad.
Tendrá que venir el Siervo de Yahvéh, Jesucristo, para hacer la renovación definitiva de la alianza en su propia sangre, derramada en su pasión y muerte, cuyo valor redentor definitivo reconoce san Juan cuando escribe: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Recordamos las palabras del mismo Cristo reconociendo este valor de alianza que tiene su misterio pascual de muerte y resurrección: “Tomó luego el cáliz y, después de dar gracias, lo dio a los discípulos diciendo: Beban todo de él, porque ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 27-28).
Concluyendo, la alianza es la expresión de la voluntad salvadora de Dios a través de toda la historia de salvación. Es fruto, por tanto, de la iniciativa salvadora de Dios desde el primer pecado de la humanidad hasta Jesucristo, que en la Eucaristía nos deja el memorial de una alianza eterna para que, bebiendo del cáliz de su pascua, aceptemos la gracia salvadora de la misma y podamos corresponder a ella.
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